De zapateros remendones y otros cuentos

- lunes, 26 de noviembre de 2007 -

Periodicoexpress.com.mx
25 de noviembre de 2007.

México.

Tepic, Nayarit.- Los zapatos reconstruidos de la agradecida anciana son la muestra invisible de la labor de un buen zapatero remendón. Ella es la dueña de los incomprensibles zapatos deformes y gastados que cada cierto tiempo son reparados con oficio y amor en el taller propiedad de Roberto Orozco. Gracias a eso la mujer de los grandes juanetes y deformes dedos puede seguir caminando sin sufrir tantos dolores.

La modernidad no ha alcanzado aún al milenario oficio de reparador de calzado. Tecnología, ergonomía, materiales sintéticos, el concepto de “úsese y tírese” o las erráticas modas no han podido desbancarlos, prueba de ello es la familia Orozco que por 50 años ha dominado este negocio en la capital del estado.


La modernidad no ha alcanzado aún al milenario oficio de reparador de calzado. Tecnología, ergonomía, materiales sintéticos, el concepto de “úsese y tírese” o las erráticas modas no han podido desbancarlos, prueba de ello es la familia Orozco que por 50 años ha dominado este negocio en la capital del estado.

La sobrevivencia del zapatero remendón es debida a que todavía no ha sido creado el calzado que no pueda ser reparado, pintado, cosido, moldeado o restaurado para prolongar su vida útil.

Lo mismo ricos que pobres en algún momento acuden a un taller para mejorar la apariencia y comodidad de su calzado preferido, ese par que se niega a tirar a la basura. A más de uno le han dicho “¡ya tira esas chanclas!, ¡parece retrato!, ¿no tienes otra cosa que ponerte? Y la respuesta invariablemente ha sido la misma “tu no sabes lo que es andar con unos zapatos cómodos”

No por nada el escritor Juan José Arreola es autor de un revelador cuento titulado “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos” dos cuartillas que llevan al lector de la risa a la flexión: el indescriptible placer de unos zapatos cómodos y el amor al trabajo.

MEDIO SIGLO DE LA DINASTÍA OROZCO

El asma y el destino hicieron que Don Guadalupe Orozco Villalvazo, su esposa Dolores Ramírez Hernández y seis hijos emigraran de Ciudad Obregón a Tepic, en 1960. Don Lupe tenía el oficio de bolero; es aquí donde decide cambiar al de zapatero y abrir su primer negocio entre las calles Zaragoza y México, luego se cambiaría a la calle Durango, la transacción la cerró con don Roque, conocido como “El Periquito”.

Don Lupe y doña Lolita procrearon a: Roberto, Fernando (+), Guadalupe, Olga Alicia, Mario, Leticia, Yolanda, José Luis (+), Patricia, Judith Elizabeth y Enrique, con quienes iniciaron la dinastía de zapateros aún vigente, cinco trabajan en Tepic; otro, Mario, emigró a San Blas, el más chico, Enrique, se fue a los Estados Unidos y compró su negocio en una población ubicada entre San Diego y Chula Vista; más recientemente un nieto, Roberto Orozco Loera puso su negocio en Puerto Vallarta, lo nombró “Orozco Jr.”

Sin embargo posicionarse en el mercado local no fue fácil. Entre cambios de domicilio, altas y bajas del negocio y otros factores fueron creciendo los hijos y progresando el negocio. Fernando fue el primero de los Orozco que se separa y pone su reparadora de calzado entre las calles Amado Nervo y Lerdo; tiempo después harían lo mismo Roberto y Guadalupe; con la enfermedad de Don Lupe su hija Leticia se hace cargo del negocio familiar. Luego harían lo mismo Patricia y Luis; Mario “Manolo” probaría suerte en San Blas. Hombres y mujeres por igual.

Entre los zapateros, el más conocido de los Orozco es Roberto, apodado “El Número Uno” desde la década de los 80’s debido a que por años ha dado el servicio de maquila para aquellos que no cuentan con la maquinaria para hacer los trabajos de reparación y mantiene el nivel de calidad en sus trabajos.

Roberto y su esposa María Guadalupe Loera Castillo –elemento fundamental para que funcione este negocio- por años han sostenido el negocio a flote, también juntos han sorteado alta y bajas, como los tres años que quedaron fuera del negocio, perdidos por allá en alguna colonia periférica, fuera del centro de Tepic; crisis de la que resurgen gracias a la ayuda desinteresada de quien menos lo esperaban: un chicharrón.

LA GRATITUD DE UN CHICHARRÓN

Se le conoce como “chicharrón” al ayudante y aprendiz de zapatero, su labor es ayudar al maestro quien le enseña el oficio delegándole responsabilidades poco a poco. Así empezó Daniel Castillo al lado de Roberto y María Guadalupe en el local de la calle Lerdo; nadie imaginaría que al paso de los años sería un buen trabajador migrando a los Estados Unidos para reunirse con su familia y probar suerte como reparador de calzado. Daniel sería quien desinteresadamente brindaría el dinero para la compra de dos máquinas a Roberto, su maestro, justo en el momento en que más lo necesitaba; cuando la familia no respondió. “por lo que me enseñaste, yo soy lo que tengo ahora” fueron las palabra de Daniel.

Esta muestra de gratitud y el empujón final gracias al dinero guardado para la boda de una sobrina (hija de Olga Alicia) más una cundina fue posible comprar una tercera máquina y volver a ser El Número Uno, beneficiando así a muchos zapateros necesitados de mandar a maquilar y que les dieran buen precio.

LA HISTORIA DEL CHUEQUITO Y DON RAÚL

Todo oficio o profesión realizada con empeño da para comer y sacar adelante una familia. Si no que lo diga Luis Carrillo, “El Chuequito” quien no se amilanó con su limitación física y se aventó a proponerle matrimonio a una mujer con seis hijos. A todos los ama y dio estudios. A la fecha él sigue en la chamba con el mismo empeño y al parecer es un hombre realizado que sigue trabajando pese a la edad.

Ni qué decir de José Villarroel Casillas y su papá Raúl Villarroel Muñiz descendientes ambos de una familia dedicada por generaciones a la reparación de zapatos “y son de los buenos, ellos sí son de abolengo” comenta Guadalupe.

Tímido y dedicado a su trabajo, don Raúl Villarroel confiesa que muchas veces arreglando un zapato femenino ha dejado volar la imaginación para crear mil historias, pensado cómo podría lucir ella con su calzado en perfecto estado; casos similares ocurren al mirar una bota de trabajo con la suela tan gastada que deja ver el interior o una frágil sandalia, al parecer, perteneciente a una adolescente o la zapatilla de fiesta casi nueva sometida al rigor de andar entre piedras y lodazales que con una reparación quedarán listos para otra batalla.

La nobleza del oficio de reparador de calzado siempre se refleja en las manos, siempre manchadas de tinta y pegamento, dañadas por el uso de filosas navajas; las camisas o delantales igual tienen grandes manchas y cortes. El penetrante olor a solventes y piel. Detrás del mostrador siempre hay zapatos en espera de “una manita de gato” mochilas escolares que serán zurcidas, botas para pintar de acuerdo al color de moda; maletas dañadas en el más reciente paseo, alpargatas a punto de deshilacharse, tenis que parecen no tener remedio y hasta el calzado de adolescente con un terrible olor que sólo puede ser aminorado remojándolos en thinner por algunos días.

El final del cuento escrito por Juan José Arreola “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos” tiene mensaje:

“Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos.

Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.

Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos, intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio.

Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos. Soy sinceramente su servidor.

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